La isla y la ciencia
La historia de un país absorto en su desgracia,
cansado de aquel siglo decadente, la historia resumida en una cachetada al
orgullo patrio por la pérdida de las últimas colonias, y en el consiguiente desencaje
dentro del orden internacional, o en la mera irrelevancia. Desgracia por la
lucha sistemática ―estéril―, entre reaccionarios absolutistas y
condescendientes liberales; o por el dominio religioso de la vida cotidiana; o
por la distancia que la razón y la ciencia se empeñaban en mantener con el
pueblo español. Por el hambre, las epidemias y enfermedades, la agricultura de
los secarrales, las bestias para el transporte; por las alpargatas ¾millones de ellas¾, y por las jaranas del día a día, o por la emigración
a América cuando ya no se podía más.
En aquellos tiempos de pesadumbre patria,
consecuencia de un siglo agitado que rozaba la extenuación, Santiago Ramón y
Cajal eligió para dirigir el primer laboratorio de Fisiología de España a Juan
Negrín López, quien contaba solo con veinticuatro años. Un siglo que no acababa
de definirse si por Dios, la tradición y la autoridad, o por la Ciencia, el
progreso, y la libertad. El científico más universal que ha tenido España, el
fundador de la teoría neurológica, eligió a ese joven isleño que venía de
estudiar y doctorarse en Medicina por la Universidad de Leipzig, Alemania, uno
de los pocos españoles de su época que logró esa condición. La estela de su
periplo la siguió José Domingo Hernández Guerra, con solo veintiocho años el
profesor de prácticas del otro Nobel científico español, Severo Ochoa de
Albornoz y Pérez, con quien escribiera el libro académico Elementos de Bioquímica en 1927. Ambos parientes grancanarios
catedráticos tempranos de Fisiología, profesores de medicina en la única
facultad con competencia oficial para estudiar doctorado, y, en suma, para
poder desarrollar una carrera investigadora. Y tanto que hicieron para que en
algo más de veinte años aquel Laboratorio que dirigieron fuera una fábrica de
científicos de prestigio internacional. Todos ellos hijos de la Institución
Libre de Enseñanza, de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones
Científicas, de la Residencia de Estudiantes, todos hijos de la renovación de
España, de la apuesta por la ciencia moderna y experimental, en un país perdido
en sus propios intestinos.
Dos almas salidas de la Isla Eterna. Para 1890 se
iniciaba en ella un nuevo relanzamiento económico apostando por el cultivo del
plátano, una industria de exportación que, junto a la condición de puerto
franco y al desarrollo del llamado Puerto de La Luz y Las Palmas, expandió su
riqueza hasta 1913, año preludio de la Gran Guerra mundial. Es sabido que las
guerras desvían y atrofian la actividad y los intereses comerciales,
perjudicando tanto a los negociantes como a los asalariados y jornaleros, sus
mujeres e hijos, a las viviendas y los barrios, a la salud pública, a la
privada y hasta a la íntima, tal era el deterioro de la vida en aquella nueva
parálisis sobrevenida. Después de esa maldita guerra, y de las otras que
vinieron, la isla no tomó resuello hasta los primeros años sesenta del siglo
XX. Pero las familias de nuestras dos almas aprovecharon aquella expansión
coyuntural tardía que brindaba la nueva ciudad portuaria y comercial. Lo
hicieron al igual que muchas otras familias que abandonaban el interior. Unas
por disponer de fuentes de beneficios, otras por insuficiencia de medios, y las
más para probar fortuna en un nuevo lugar que se abría a un mar de oportunidades.
Las plataneras copaban el norte de la isla, y
alcanzaban a cubrir los solares entremetidos en la pequeña ciudad de Las
Palmas. Había plataneras entre el mar y los arenales, que se apostaban hasta
las lomas; y entre el núcleo de casas regias de Vegueta y el muelle grande, al
fondo, hacia La Isleta. Poco más tarde, el tomate para la exportación fue
tomando el sur ¾seco y terroso¾ que se extendía
alargándose por la costa. Sin embargo, las medianías y cumbres se restringieron
a lo que siempre habían hecho: agricultura de tierra adentro, productos para la
subsistencia y para el sostén de la población local: trigo, millo, papas,
frutales, legumbres. El millo y las papas traídos por primera vez de América
pegaron bien en las tierras de la Vega Alta, facilitaron la supervivencia.
También ayudaban el trigo y la cebada, que, mezclados o no, acababan en la
poción mágica convertida en harina llamada gofio, vocablo conservado de los
ancestros que habitaron las islas desde los primeros tiempos. En la Isla Eterna
sus habitantes hacían el gofio de millo y el gofio de cebada, alimentos que
salvaron muchas vidas. Pero las ventajas del cultivo del millo provenían de su
capacidad para alimentar al ganado y a los humanos, incluso de su uso como
moneda de pago en especies. Para moler el millo estaban los molinos, y los
visionarios locales hicieron molinos de agua, de viento, y más tarde de fuego,
gracias al motor milagroso de veinticinco caballos de vapor, que además daba
electricidad al pueblo. Hubo hasta catorce molinos de gofio en la Vega de San
Mateo.
Se ha dicho. De las medianías y cumbres saldría una
parte de la sangre que movía a los personajes históricos a retratar en este
relato, la que procedía de sus respectivas madres y abuelas. De aquel espacio
intrincado de piedras y barrancos verdes de las medianías del centro; y de algunas mesetas milagrosas, de huertas grandes y de
cercados minúsculos ofrecidos por aquel paraje escabroso, de ese paraíso
incómodo salieron las personalidades notables que se van a rememorar. Esas
villas húmedas del interior, San Mateo y Tejeda, fueron los lugares originarios
de la madre, la abuela y otros ancestros maternos de Juan Negrín López. Por su
lado, José Domingo Hernández Guerra nació en aquel pueblo enclavado bajo los
roques caprichosos de la Cumbre, y parte de su sangre provenía del mismo
Marrero de San Mateo que fluía dentro del otro científico. Ambas demarcaciones
estaban naturalmente unidas por la continuidad de las montañas y los barrancos,
decenas de barrancos formados desde la inmensa caldera original que levantó la isla.
El agua, los caminos de herradura, el comercio de trueque, las tierras, la
niebla, todos esos lazos unen a las personas. Desde los tiempos antiguos de la
conquista ya se hizo la obra de la mina de agua de Tejeda, cuyo manantial de
origen está en lo alto de La Culata, y su salida se buscó a roca picada por el
barranco de la Mina, a poca distancia pero encima de Las Lagunetas. Dos
kilómetros de cueva adentro, esa mina llegó a surtir de agua a la Real Ciudad y
a los molinos que encontraba a su paso por todo el barranco de Guiniguada. Por
algo llamaban a aquellas casas de arriba, en la ladera, «Los Manantiales». La
recogida de aguas fue siempre una actividad ingeniosa y extendida, una
ingeniería natural del pueblo por la necesidad de aprovecharla: conductos,
canales, acequias, estanques, cantoneras. Así que cuando llegaron los ingleses
con su ímpetu comercial, bancario, residencial, portuario y agrícola, en los
tiempos que narramos, crearon la primera compañía concesionaria de agua de
abasto, denominada City of Las Palmas
Water and Power, y optaron por la traída del líquido elemento desde la
Cumbre, modernizando los depósitos y el transporte, y para siempre quedó el
nombre del «tanque de los ingleses» en uno de ellos, el más grande.
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