La isla y la ciencia

 


Las dos almas habían nacido en la última década del siglo XIX. Una primero y la otra después como todas las cosas bien hechas en esta vida. Sus espíritus, sin embargo, eran embriones del renovador y no por ello menos trágico siglo XX que estaba por venir. Buena parte de la sangre antigua de los dos sujetos se había mezclado en la Vega Alta, un espacio terrenal que va desde San Mateo, en las medianías, hasta Tejeda, en las cumbres. Enorme jardín rodeado de montañas y barrancos que caen, acariciado por los vientos alisios ¾siempre rondando en toda la Vega Alta cuando desvanece la tarde; un regalo de humedad y tarosada bajo su mar de nubes. En ese jardín, entre palmerales y dragonales, florecieron dos almas inusitadas ¾personalidades especiales¾, dos científicos de carrera: Juan Negrín López y José Domingo Hernández Guerra. Allí, en el interior de la isla, el manto de nubes, la lluvia y el agua facilitan los cultivos. Son aguas que acaban en los estanques y en las galerías subterráneas después de correr por las barranqueras y las acequias. Allí, sus familias se hicieron un nombre; gentes propietarias en un mundo agrícola menguado y difícil. De allí salieron sus parentelas hacia Las Palmas, aprovechando la nueva época de bonanza y optimismo que asomaba en la penuria de lo que hasta ese momento había sido la historia.

La historia de un país absorto en su desgracia, cansado de aquel siglo decadente, la historia resumida en una cachetada al orgullo patrio por la pérdida de las últimas colonias, y en el consiguiente desencaje dentro del orden internacional, o en la mera irrelevancia. Desgracia por la lucha sistemática ―estéril―, entre reaccionarios absolutistas y condescendientes liberales; o por el dominio religioso de la vida cotidiana; o por la distancia que la razón y la ciencia se empeñaban en mantener con el pueblo español. Por el hambre, las epidemias y enfermedades, la agricultura de los secarrales, las bestias para el transporte; por las alpargatas ¾millones de ellas¾, y por las jaranas del día a día, o por la emigración a América cuando ya no se podía más.  

En aquellos tiempos de pesadumbre patria, consecuencia de un siglo agitado que rozaba la extenuación, Santiago Ramón y Cajal eligió para dirigir el primer laboratorio de Fisiología de España a Juan Negrín López, quien contaba solo con veinticuatro años. Un siglo que no acababa de definirse si por Dios, la tradición y la autoridad, o por la Ciencia, el progreso, y la libertad. El científico más universal que ha tenido España, el fundador de la teoría neurológica, eligió a ese joven isleño que venía de estudiar y doctorarse en Medicina por la Universidad de Leipzig, Alemania, uno de los pocos españoles de su época que logró esa condición. La estela de su periplo la siguió José Domingo Hernández Guerra, con solo veintiocho años el profesor de prácticas del otro Nobel científico español, Severo Ochoa de Albornoz y Pérez, con quien escribiera el libro académico Elementos de Bioquímica en 1927. Ambos parientes grancanarios catedráticos tempranos de Fisiología, profesores de medicina en la única facultad con competencia oficial para estudiar doctorado, y, en suma, para poder desarrollar una carrera investigadora. Y tanto que hicieron para que en algo más de veinte años aquel Laboratorio que dirigieron fuera una fábrica de científicos de prestigio internacional. Todos ellos hijos de la Institución Libre de Enseñanza, de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, de la Residencia de Estudiantes, todos hijos de la renovación de España, de la apuesta por la ciencia moderna y experimental, en un país perdido en sus propios intestinos.    

Dos almas salidas de la Isla Eterna. Para 1890 se iniciaba en ella un nuevo relanzamiento económico apostando por el cultivo del plátano, una industria de exportación que, junto a la condición de puerto franco y al desarrollo del llamado Puerto de La Luz y Las Palmas, expandió su riqueza hasta 1913, año preludio de la Gran Guerra mundial. Es sabido que las guerras desvían y atrofian la actividad y los intereses comerciales, perjudicando tanto a los negociantes como a los asalariados y jornaleros, sus mujeres e hijos, a las viviendas y los barrios, a la salud pública, a la privada y hasta a la íntima, tal era el deterioro de la vida en aquella nueva parálisis sobrevenida. Después de esa maldita guerra, y de las otras que vinieron, la isla no tomó resuello hasta los primeros años sesenta del siglo XX. Pero las familias de nuestras dos almas aprovecharon aquella expansión coyuntural tardía que brindaba la nueva ciudad portuaria y comercial. Lo hicieron al igual que muchas otras familias que abandonaban el interior. Unas por disponer de fuentes de beneficios, otras por insuficiencia de medios, y las más para probar fortuna en un nuevo lugar que se abría a un mar de oportunidades.

Las plataneras copaban el norte de la isla, y alcanzaban a cubrir los solares entremetidos en la pequeña ciudad de Las Palmas. Había plataneras entre el mar y los arenales, que se apostaban hasta las lomas; y entre el núcleo de casas regias de Vegueta y el muelle grande, al fondo, hacia La Isleta. Poco más tarde, el tomate para la exportación fue tomando el sur ¾seco y terroso¾ que se extendía alargándose por la costa. Sin embargo, las medianías y cumbres se restringieron a lo que siempre habían hecho: agricultura de tierra adentro, productos para la subsistencia y para el sostén de la población local: trigo, millo, papas, frutales, legumbres. El millo y las papas traídos por primera vez de América pegaron bien en las tierras de la Vega Alta, facilitaron la supervivencia. También ayudaban el trigo y la cebada, que, mezclados o no, acababan en la poción mágica convertida en harina llamada gofio, vocablo conservado de los ancestros que habitaron las islas desde los primeros tiempos. En la Isla Eterna sus habitantes hacían el gofio de millo y el gofio de cebada, alimentos que salvaron muchas vidas. Pero las ventajas del cultivo del millo provenían de su capacidad para alimentar al ganado y a los humanos, incluso de su uso como moneda de pago en especies. Para moler el millo estaban los molinos, y los visionarios locales hicieron molinos de agua, de viento, y más tarde de fuego, gracias al motor milagroso de veinticinco caballos de vapor, que además daba electricidad al pueblo. Hubo hasta catorce molinos de gofio en la Vega de San Mateo.

Se ha dicho. De las medianías y cumbres saldría una parte de la sangre que movía a los personajes históricos a retratar en este relato, la que procedía de sus respectivas madres y abuelas. De aquel espacio intrincado de piedras y barrancos verdes de las medianías del centro; y de algunas mesetas milagrosas, de huertas grandes y de cercados minúsculos ofrecidos por aquel paraje escabroso, de ese paraíso incómodo salieron las personalidades notables que se van a rememorar. Esas villas húmedas del interior, San Mateo y Tejeda, fueron los lugares originarios de la madre, la abuela y otros ancestros maternos de Juan Negrín López. Por su lado, José Domingo Hernández Guerra nació en aquel pueblo enclavado bajo los roques caprichosos de la Cumbre, y parte de su sangre provenía del mismo Marrero de San Mateo que fluía dentro del otro científico. Ambas demarcaciones estaban naturalmente unidas por la continuidad de las montañas y los barrancos, decenas de barrancos formados desde la inmensa caldera original que levantó la isla. El agua, los caminos de herradura, el comercio de trueque, las tierras, la niebla, todos esos lazos unen a las personas. Desde los tiempos antiguos de la conquista ya se hizo la obra de la mina de agua de Tejeda, cuyo manantial de origen está en lo alto de La Culata, y su salida se buscó a roca picada por el barranco de la Mina, a poca distancia pero encima de Las Lagunetas. Dos kilómetros de cueva adentro, esa mina llegó a surtir de agua a la Real Ciudad y a los molinos que encontraba a su paso por todo el barranco de Guiniguada. Por algo llamaban a aquellas casas de arriba, en la ladera, «Los Manantiales». La recogida de aguas fue siempre una actividad ingeniosa y extendida, una ingeniería natural del pueblo por la necesidad de aprovecharla: conductos, canales, acequias, estanques, cantoneras. Así que cuando llegaron los ingleses con su ímpetu comercial, bancario, residencial, portuario y agrícola, en los tiempos que narramos, crearon la primera compañía concesionaria de agua de abasto, denominada City of Las Palmas Water and Power, y optaron por la traída del líquido elemento desde la Cumbre, modernizando los depósitos y el transporte, y para siempre quedó el nombre del «tanque de los ingleses» en uno de ellos, el más grande.   

 

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