Madre y los nietos


De niña, madre veraneaba en Tejeda, un pueblecito blanco incrustado entre laderas y barrancos verdes llenos de piedras, bancales, y árboles frutales, que en derredor forman una inmensa caldera. Cada año venía de Artenara, otro pueblecito blanco que mira al cielo, éste sí incrustado en pura roca, en un pequeño páramo de las alturas, en la cumbre de la isla. Todos los años hacía aquel recorrido, solo siete kilómetros a su destino veraniego, viajando en bestias -burros o caballos- y, en ciertos momentos, andando los senderos que la humanidad había abierto en su trasiego de necesidades. Desde las montañas altas bajaba hacia el sur, disfrutando los pequeños valles, las mesetas y huertas, los cercados minúsculos que regalaba el paraje escabroso de aquellas cumbres. Las vistas majestuosas de esa cuenca de montañas y laderas no han cambiado mucho. Ni siquiera el efecto lumínico del impacto del sol contra aquella naturaleza, que hace rebotar haces de luz como puntos que estallan en el aire. En verano, el paisaje se vuelve nítido, transparente, y siempre, todo el año, el aire fresco y la paz reinan ese pequeño universo del centro de la isla.

Ahora, sus nietos veranean en San Agustín o en Maspalomas, urbanizaciones turísticas de la costa. En sus hoteles o apartamentos hacen una vida espléndida, disoluta. Desayunan, toman el sol en la piscina, bajan a la playa en bañador y esclavas, disfrutan del mar templado que acaricia sus pieles, suben ensalitrados a los alojamientos, descansan de no haber hecho nada, hasta que se acicalan para salir por la noche, una noche cada vez más larga. Viajan en taxi para distancias cortas -pongamos dos mil metros, o tres mil setecientos pasos. Supongo que la forma de vestirse actual, con tacones altos y prendas ligeras, o el tiempo como un valor en alza -una necesidad nunca saciada- les obliga a coger taxis para cualquier destino que les imponga su veraneo adolescente. Del transporte en bestias por los caminos reales al taxi fácil han pasado cien años.

La casa de verano de mi madre era de arquitectura tradicional, con sus balcones de madera recia sobre el patio empedrado; ahí, en la parte de abajo estaban los habitáculos para las bestias, para el grano y los frutos, y para los animales domésticos comestibles. Ah, y allí estaban los jornaleros en sus labores y descansos. Esa parte de abajo, la productiva, era sombría, desordenada, donde encontrabas sacos de millo y papas apilados, olores penetrantes de cabra, y mesas viejas con herramientas sueltas de hierro gastado. En la parte de arriba los ventanales y balcones llamaban a la luz, era la zona reproductiva del hogar. Amplias habitaciones austeras en decoración y mobiliario, sencillos espacios y huecos, paredes de cal blanca, traperas coloreadas; allí se hacía la vida familiar, donde se tomaban las decisiones trascendentales, ora de orden económico, ora de índole moral y religiosa. La casa se asomaba al barranco, casi suspendida sobre alguna suerte de magia que la hacía firme sobre el terreno, pero sin razón física explicable alguna. En una parte del patio tenía una inmensa piedra lisada por el tiempo, y por los usos que tuviera -los cuales desconozco. Quizá fuera útil para convertir en carne a los animales, domésticos o cazados; quizá fuera lugar de conversaciones o enamoramientos; en estos casos, lugar cercano y circunscrito, para lograr el escrutinio de los otros, e impedir la intimidad, una amenaza evidente hacia la fidelidad a Dios -nuestro señor-, y hacia el espíritu de clan. Esa piedra lisada, oscura pero no tanto -grisácea- habría caído de la ladera norte del Roque Nublo, que se asienta imponente sobre el barranco donde veraneaba mi madre, de niña. No creamos que el patio, abierto hacia la ladera, tuviera un empedrado plano, rectilíneo u homogéneo; no, aquél patio era el resultado natural de miles de pisadas de burros, cabras, vacas, y hasta del pisar de las gallinas de peso pluma, que se hacían sentir en aquel suelo informe. Era como tener una calle antigua -de tierra y pedregosa- dentro de la casa. Y resultaba cómodo, aquel patio hecho por sí solo y a sí mismo, integrado en el paisaje de piedra y de matojos verdes a los pies de la degollada de la cumbre.

Los nietos de madre tienen costumbres sociales urbanas, y avanzadas. Cenan con sus amigos en restaurantes de comida italiana, china, o en hamburgueserías de moda. Después de cenar tienen la costumbre -inédita en los tiempos pretéritos- de reunirse en un punto acordado de alguna calle, plaza, avenida, playa, u otro lugar, y compartir botellas de alcohol al aire libre, chicos y chicas. O bien alquilan un reservado en una terraza nocturna, acompañados por la música alta y dinámica, para proseguir la diversión en esta vida que les ha tocado. Al final de la noche, los nietos acaban en los bajos de los centros comerciales turísticos, agotando ya la cordura que les queda, en medio del destello de luces, y envueltos en el sonido que les hace bailar.

Algunos sábados, en sus veranos de adolescente, madre y sus hermanas escapaban de la casa familiar para mocear con otros jóvenes del pueblo. Bajaban barranco abajo, hasta llegar al camino principal de la entrada a Tejeda. Para cuando atravesaban el pueblo ya se habían cambiado los zapatos, y saludaban convenientemente a las personas que se les cruzaban -más valía, porque en aquellos tiempos el respeto era el principio rector. No solo eso, como todo el mundo se conocía, cuando se cruzaban se exigía un reconocimiento, aunque solo fuera un saludo gestual, una sonrisa, un rápido movimiento del cuello. Y en un pueblo chico, las mismas personas se encontraban todas las veces que el destino quisiera, y en todas ellas se saludaban. En la tienda de dulces de almendra, en las casas de tantos parientes, en muchos lugares, paraban, se entrometían, hablaban para desfogarse de la vida de moral austera, y se reían, se reían mucho. La plaza rectangular formada por el muro alto y blanco de la iglesia, y en el otro lado la fachada del ayuntamiento, era el lugar de encuentro con los deseos aflorados. La distancia física el primer requisito: el deseo solo podía manifestarse con la mirada. A veces había suerte, y si era un sábado de fiesta en el pueblo, la regla del distanciamiento podía saltarse en virtud del baile -un acto necesitado de cercanía y roce, llegado el caso, fricción. Poco más podía esperarse de aquellas escapadas en las tardes de verano, aparte de las cachetadas y responsos, por mucha mentira piadosa que exclamaran las jóvenes en su defensa, alegando haber ido a misa, una misa muy larga.

Los nietos de hoy no escapan a las plazas, más bien buscan y se escabullen en las redes sociales electrónicas, y la mayor parte de sus interacciones con los demás son virtuales. Mantienen el cuello inclinado hacia la pantalla -no saludan por la calle, ni en el interior de la vivienda-, porque la atención y la energía se concentra en la comunicación inmediata, la búsqueda de lo anecdótico, de lo trivial, aunque -a veces y en su caso- de cosas sustanciales. Pero abunda el comentario fácil, la admiración estética, la pose continua, el video casero, la autoimagen, y el saber de la vida tonta de los demás. Estos nietos de ahora saben más de los otros de afuera, de sus andanzas y novelerías, que de los pocos familiares de adentro, unos incómodos desconocidos.

Y no sé yo con qué quedarme, con la frescura del barranco de Tejeda, o con la pesadumbre del calor de la costa, y su vida light, cool, chic o cuasi vip. Con los muros de piedra ancha, con sus encalados gruesos, decorados por los siglos de los siglos, o con el apartamento de la playa y su jardín de hierba fina. Con el regusto del conejo frito o en salmorejo, las perdices salvajes en escabeche, o el sushi de salmón anaranjado. Con el botellín de cerveza en la tienda sombría de aceite y vinagre, en uno de los lados de la plaza, o el gin con tónica en una terraza prefabricada a la orilla del mar. Con la conversación tranquila, cara a cara, rozándonos las palabras, o con los mensajes cortos, electrónicos, intermediados por la distancia, la máscara y el descifrado. ¿Con madre, o con los nietos?


Comentarios

  1. El devenir de la historia, la evolucion de los usos y costumbres, tiempos pasados, presentes y futuros, ni mejores, ni peores.... Evolución.

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    1. Si querida, los tiempos que nos acompañan a todas horas y nos llenan de otras vivencias vividas.

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    2. Si querida, los tiempos que nos acompañan a todas horas y nos llenan de otras vivencias vividas.

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  2. El devenir de la historia, la evolucion de los usos y costumbres, tiempos pasados, presentes y futuros, ni mejores, ni peores.... Evolución.

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