Impresiones de un caldo de pescado
Aprovechando
el encierro por la pandemia adquirí recientemente una impresora 3D de última
generación. Estas máquinas tienen la ventaja de fabricarte tanto unas esclavas
para la playa como un pescado fresco para un buen caldo. El artilugio me ha
cambiado el verano, que se prometía oscuro y aburrido. La compré por Internet,
un espacio mucho más cercano y asequible que la galaxia Gutemberg, donde
residen las ideas y las palabras en recipientes de papel, lugar lejano lleno de
polvo de libros, y de locuras imaginadas por millones de homo sapiens en poco
más de dos mil años. La compra por Internet es muy cómoda, si no fuera porque
pagas ¾en
tasas aduaneras¾ el doble del coste del producto, sea una
impresora 3D o un cepillo para el pelo. Este sobrecoste es el resultado de la
inteligencia y eficacia de los directivos y funcionarios de las agencias
tributarias, española y canaria, que hacen todo lo posible para impulsar el
comercio electrónico, y la famosa digitalización. Por lo visto, más allá de
cobrarte un alto porcentaje del coste del producto no son capaces de llegar. Por
contra, esa máquina impresora que adquirí sí que es un dechado de inteligencia,
infalible para imprimir cualquier cosa, necesidad, deseo, o elemento sin más. Tuve
la ocurrencia de hacerme una camisa tipo niqui para soportar el veranito que se
avecinaba, pero no he sentido ningún calor, más bien todo lo contrario. Hasta
finales de julio está lloviendo, aquí en las Islas Eternas. Parece que el calor
se lo apropiaron los alemanes y otras etnias del Báltico. No tanto por el
supuesto cambio climático, no. Parece que es cosa de una conspiración vikinga
de altos vuelos, hartos que están de pasar frio meses y meses, años y años, por
los siglos de los siglos. Además, este año les venía muy bien para ahorrarse
los viajes turísticos, que con la pandemia son un coñazo, porque piensan, los
muy avanzados, qué tipo de país me va a recibir: uno en estado de alarma, de
excepción, de sitio, o de libertad absoluta, como la que reina en Madrid. Con
esta incertidumbre es imposible viajar, porque si el máximo órgano judicial es
capaz de anular un estado de alarma anterior, cuán fácil sería que el
funcionario más avezado anulara el viaje ya realizado por un turista, incluso satisfecho.
Con mi impresora 3D estoy por estampar la cara de los miembros de ese tribunal
tan pragmático, en la camisa tipo niqui que me fabriqué, para así vanagloriar
públicamente sus inteligencias constitucionales.
Pero
lo realmente importante es la facilidad del artilugio 3D de última generación
para hacerte un plato de comida harto complicado. Me refiero a la impresión de
un caldo de pescado. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que la impresora
adquirida traía una serie de cartuchos con los que uno se fabrica lo que viene
en ellos. La verdad que imprimí bastantes productos necesarios para el verano:
un chorro tipo alcachofa para el baño chico, una mosquitera para la ventana de
arriba, y así, esas cosas. El último cartucho de regalo contenía un ser
inimaginable. Se trataba de un jurel fresco de dos kilos y medio, ideal para un
caldo de pescado. Mientras leía las instrucciones del sobre plastificado, los
nervios me nublaban la vista. No podía creer que aquella impresora 3D de última
generación me ofreciera un jurel fresco, imposible. Pues así fue, primero me
leí las prescripciones relacionadas con los atributos del animal que quería
imprimir, y luego, introduje el cartucho en el recipiente adecuado. El jurel fue
imprimiéndose, materializándose, y salió recio, con esa piel fina entre verdosa
y amarillenta que lo caracteriza. Tenía el olor marino de todos los pescados, pero
no tan fuerte como el que nos regala el océano atlántico medio. Los ojos tampoco
indicaban una frescura tan viva como los de aquí. Viniendo de China la máquina,
posiblemente de la desembocadura del río Mekong, pensé que los ojos del pescado
impreso no podían tener otro color distinto al gris. Por lo demás todo
igualito, esa fibra rojiza, esa textura delicada, ese sabor agraciado, como a
marisco.
Cuando
la economía canaria se diversifique, algún día, estaría bien que aplicáramos
las habilidades tecnológicas a cartuchos de impresión 3D de cherne fresco, o de
sama roquera. Aunque de siempre se ha dicho que la sama para un caldo no, que
si se pasa, la carne queda pajuda. Pero vaya usted a saber, si la
especialización tecnológica es grande, fabricaremos cartuchos de sama con textura
húmeda y enteriza. Eso sí, las papas no conviene imprimirlas, mejor sacarlas de
la tierra, a poder ser de la zona de la Vega Alta, entre San Mateo y Tejeda, un
inmenso jardín rodeado de montañas y barrancos que caen, acariciado por los
vientos alisios ¾siempre rondando en toda la Vega Alta
cuando desvanece la tarde; un regalo de humedad y tarosada bajo su mar de
nubes.
Así
que la combinación de las altas tecnologías con los recursos naturales
terrenales puede ser un futuro asequible al “pequeño problema” que tenemos de
diversificación económica y de innovación. Ahora que vamos a recibir tantos
millones de euros para la recuperación, la resiliencia y otros comportamientos,
deberíamos pensar en cosas simples y útiles para todas esas tecnologías
complejas y avanzadas. Es el secreto de los países pragmáticos y versátiles
para la adaptación de la nueva economía. Ahora que podemos, se trata de
imprimir en 3D todo lo que anhelamos, no solo pequeños utensilios o medianas
infraestructuras, también impresiones de un buen caldo de pescado.
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