Negrín López y Hernández Guerra
Hay
personas históricas que no necesitan efemérides para ser recordadas. Los lleva
uno en la cabeza todo el rato, están residiendo en el inconsciente, y envían
señales. En parte es porque la vida y la obra de estas personalidades fueron
tan brillantes, que cada año que se tome se puede celebrar con algún motivo
sobresaliente. Si tomamos 1921, cien años atrás, tendríamos que celebrar que
Juan Negrín López había realizado su segundo doctorado en Medicina, esta vez en
España, porque el primero lo hizo en Alemania con tan solo 20 años de edad; también
rememoraríamos que se matriculó en la oposición a la Cátedra de Fisiología
Humana de la Facultad de Medicina de Madrid, y que obtuvo la plaza con 30 años
recién cumplidos, en marzo de 1922. Por su parte, José Domingo Hernández Guerra,
licenciado en Medicina, quien fuera su principal colaborador en el Laboratorio,
se había convertido en el primer becado de España por la Residencia de
Estudiantes. En este caso para acudir al Laboratorio de Fisiología del Colegio
de Francia; tenía 24 años. Posteriormente becado en París, Bruselas y Berna. En
1926 obtuvo por oposición la Cátedra de Fisiología de la Universidad de
Salamanca.
Ambos,
parientes, vinculados por la consanguineidad que les daban los apellidos Guerra
y Marrero, del hermoso pueblo de Tejeda, aquí en Gran Canaria. Ambos lograron
metas inimaginables a la vista de una isla tan sufrida por su pobreza y
lejanía. Juan Negrín López, con 24 años fue el elegido por Santiago Ramón y
Cajal para dirigir el primer Laboratorio de Fisiología de España. Sí, el
científico más universal que ha tenido este país, el fundador de la teoría
neurológica, eligió sin dudarlo a ese joven isleño que venía de estudiar y
doctorarse en Medicina por la Universidad de Leipzig, Alemania, el único
español de su época que había logrado esa condición. Por su parte, José Domingo
Hernández Guerra, con solo 28 años, el profesor de prácticas del otro Nobel
científico español, Severo Ochoa de Albornoz, con quien escribiera el libro
académico “Elementos de Bioquímica”, en 1927. Todos ellos hijos de la
Institución Libre de Enseñanza, de la Junta para Ampliación de Estudios, de la
Residencia de Estudiantes, todos hijos de la renovación de España, de la
apuesta por la ciencia moderna y experimental, en un país perdido en sus
propios intestinos.
Conviene
recordarlos en estos tiempos de incertidumbre y vulnerabilidad, porque esos dos
científicos grancanarios del primer tercio del siglo XX habían visto y vivido
las peores miserias y enfermedades de una comunidad. Sin embargo, en
circunstancias comparativamente peores a las que vivimos ahora, los dos
llegaron a la cumbre de la investigación médica y crearon escuela. Fueron dos
eslabones de la cadena que había iniciado Santiago Ramón y Cajal, de tal suerte
que lograron crear una especie de colmena científica, tal y como lo ha definido
un escritor contemporáneo. Practicaron el nuevo paradigma que se imponía, y
cuya máxima primera sería que la ciencia es un acto colectivo que se regenera
con nuevos participantes, en un contexto de trabajo en equipo. Esa nueva forma
de hacer ciencia incluía el respeto a los maestros, atraer y socializar a los
nuevos talentos, y reeducar las emociones primarias hacia valores de
racionalidad objetiva.
De
aquella colmena o escuela de Negrín salieron investigadores médicos con una
proyección internacional de primer orden. Los más destacables quizá fueran José
María de Corral García (becado en Berna, acabó como Catedrático de Patología en
Madrid, y director del Instituto Cajal); José Puche Álvarez (becado en las
Universidades de Gante, Libre de Bruselas, Utrecht y Lund, Catedrático en las
Universidades de Salamanca y Valencia, acabó en la UNAM de México); Marcelino
Pascua Martínez (primer becario Howard en Londres y pensionado por la Fundación
Rockefeller para la Universidad John Hopkins de Baltimore, acabó como alto asesor
de la OMS en Ginebra); Severo Ochoa de Albornoz (becado en Berlín, Boston,
Heidelberg, Nueva York y Londres, acabó como profesor de la Universidad de
Nueva York, y Premio Nobel de Medicina); José María García Valdecasas (becado
en Kiel, Halle y Praga, obtuvo la Cátedra de Fisiología de la Universidad de
Salamanca); Rafael Méndez y Martínez (becado
en Edimburgo, Londres, Oslo y Estocolmo, acabó como reconocido investigador del
Instituto Nacional de Cardiología de México); Ramón Pérez Cirera (becado para
trabajar en el Colegio de Francia y en Estados Unidos en la Fundación
Rockefeller, ganó la Cátedra de Farmacología Experimental de la Universidad de
Valladolid); Blas Cabrera Sánchez (becado en Praga por la Universidad Central
de Madrid, sería el primer Profesor de Fisiología de la Educación Física de
España); y, por último, Francisco Grande Covián (becado en Alemania y Copenhage,
trabajó en laboratorios universitarios de Londres, y acabó siendo el primer
presidente de la Sociedad Española de Nutrición). De todos ellos me quedo con un
apunte menos anecdótico de lo que creemos: el estudio de Rafael Méndez y
Martínez sobre la vitamina C que conserva el tuno, el higo de la tunera, el
llamado higo chumbo. El origen de la cumbre de Gran Canaria no se despega de la
influencia de estos investigadores, sus árboles, plantas y frutos están en su
guion científico.
Desde
niños, los dos científicos grancanarios habrían visto cómo se trasladaban a los
enfermos en el lomo de las bestias. Y cómo acudían los campesinos a la maestra
de la escuela, para que escribiera los síntomas de los enfermos en un papel, y
hacerle llegar la descripción al médico de San Mateo, que a resultas prescribía
los remedios a ingerir. Y cuando se tratara de una inyección, se visitaba a
Manuel Pérez, el zapatero, allá en Tejeda, y en el mismo taller de los
remiendos del cuero y de la suela, se calentaba el hornillo para desinfectar la
aguja, la enorme aguja que el zapatero clavaba en las nalgas para remendar,
esta vez, las enfermedades.
Si
la Vega Alta, ese espacio entre San Mateo y Tejeda, en aquellos tiempos
críticos dio tanto de sí como para crear las personalidades científicas que
rememoramos, ¿cuánta inteligencia nos ronda de todas las generaciones habidas
desde entonces, en esta isla no tan lejana, abierta al mundo y dispuesta a
integrarse en él? Muchas capacidades individuales y la suma colectiva de esta
isla permitirán darle la vuelta a la mala situación socioeconómica ¾como se viene haciendo
desde hace tantos años, yo diría desde los sesenta del siglo pasado. El mero
recuerdo de aquellas personalidades insignes debe darnos un impulso de
confianza y fuerza para salir adelante.
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