Las Casas
Allí donde llaman «Juan Gómez» está el lugar de Las Casas,
un conjunto de vivienda, balcones, cuartos de apero, patio de piedra, y algún
corral, todo rozando el barranco que acaba en el pueblo de Tejeda. Desde allí,
en ese punto suspendido donde el lugar de Las Casas parece flotar, desde allí
se aprecia en una misma panorámica el Roque El Fraile, el Roque Nublo, el Roque
Bentayga, y al fondo, el Pinar de Tamadaba antecediendo al pico del Teide. Son
los «roques enhiestos» que escribiera Miguel de Unamuno y Jugo cuando los
vislumbró. Con un cielo azul eléctrico, bíblico y limpio, las vistas cotidianas
eran motivantes, los árboles, los cercadillos, las cañas del barranco casi
pedían que los abrazaran. Los almendros, las higueras que brillan con un verde
liso, parejo ¾como
de charol¾, y
sus troncos entreverados con esas hojas grandes que dan una sombra única, un
frescor perfumado de olor dulce, una sensación de paraíso que agradecen los
pulmones y las feromonas de la felicidad.
Las Casas, en el lugar que llaman «Juan Gómez»,
donde la familia Guerra tenía las tierras matrices. Era un pequeño mundo parroquiano
de caminos de herradura y niebla, entrelazando caseríos y poblados
desperdigados, donde los arrieros tenían la especialización del transporte en
mula, burro o caballo. Las cestas y las personas sobre sus lomos, y el arriero
andando. Los enfermos se trasladaban bien atados y fijados a los palos en la montadura
del centro, para reducir el movimiento pendular de sus cuerpos, y las molestias
que acarreaba. A los enfermos había que llevarlos desde sus caseríos hasta el
pueblo de San Mateo, donde había de todo. Cuando la enfermedad no pareciera de
gravedad extrema, los campesinos y sus familias acudían a la maestra de la
escuela, para que escribiera los síntomas en un papel, y esta descripción
escrita se le hacía llegar al médico de San Mateo, que a resultas prescribía
los remedios a ingerir. Y cuando se tratara de una inyección, se visitaba a
Manuel Pérez, el zapatero, allá en Tejeda, y en el mismo taller de los
remiendos del cuero y de la suela, se calentaba el hornillo para desinfectar la
aguja, la enorme aguja que el zapatero clavaba en las nalgas para remendar,
esta vez, las enfermedades. El artesano, a su vez, había aprendido el uso de la
aguja de su padre y de su abuelo, desde los tiempos en que el Estado se
desentendió de la vacunación pública, y dejó de ser obligatoria, en el primer
tercio del siglo XIX. No había un oficio más cercano a la enfermería que el del
zapatero, considerando su habilidad en el manejo de agujas y tijeras sobre el
cuero.
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