La isla y la ciencia
Las dos almas habían nacido en la última década del siglo XIX. Una primero y la otra después como todas las cosas bien hechas en esta vida. Sus espíritus, sin embargo, eran embriones del renovador y no por ello menos trágico siglo XX que estaba por venir. Buena parte de la sangre antigua de los dos sujetos se había mezclado en la Vega Alta, un espacio terrenal que va desde San Mateo, en las medianías, hasta Tejeda, en las cumbres. Enorme jardín rodeado de montañas y barrancos que caen, acariciado por los vientos alisios ¾ siempre rondando en toda la Vega Alta cuando desvanece la tarde; un regalo de humedad y tarosada bajo su mar de nubes. En ese jardín, entre palmerales y dragonales, florecieron dos almas inusitadas ¾ personalidades especiales ¾, dos científicos de carrera: Juan Negrín López y José Domingo Hernández Guerra. Allí, en el interior de la isla, el manto de nubes, la lluvia y el agua facilitan los cultivos. Son aguas que acaban en los estanques y en las galerías subterrán